Reflejos vivientes
Un paseo por la ciudad de GANTE, BÉLGICA
Percibir Europa es poder abrirse a un sinfín de experiencias, a dejarse llevar, -para quienes no somos originarios de ese continente- por un nuevo mundo, el cual paradójica y ambiguamente posee vasta antigüedad. Un sitio al que, hasta no poder verlo en primera persona, solo se accede por medio de imágenes, lecturas y escuchas que lo hacen a uno creer conocerlo, pero solo una vez inmerso en él, los sentidos se abren para dar lugar a algo único. El viejo continente nos deleita como el vino, sin dudas es una región a la cual el paso de los años la tornan más y más interesante, un maridaje inevitable de no degustar.
Al adentrarnos por la región Flamenca, más específicamente en Gante, nos encontramos una ciudad medieval, que abre las puertas a fábulas a medida que uno se topa con milenarias torres, castillos y edificios que logran generar algo que los adultos vamos perdiendo con el paso de los años erróneamente: la capacidad de asombro. Quizás es por eso que deja una marca tan difícil de olvidar, lograr volver a sentirse un niño perplejo ante tamaña diversidad, el eclecticismo arquitectónico, vanguardismo y modernismo en confluencia con un pasado tan vivo y tan presente en cada punto de la ciudad.
El Rio Lys es uno de los puntos de convergencia en pleno centro neurálgico de Gante, un rio que más allá de la separación natural que efectúa, genera un vínculo que atraviesa, literal y poéticamente, a las personas que viven o son visitantes en la ciudad, para que la mezcla sea perfecta y uno pueda distenderse cerca de este lugar que produce visuales únicas. Es ese mismo rio el que desencadena con la caída del día y la oscuridad, que las luces brillantes lo vayan exponiendo artificialmente, creando un reflejo casi perfecto de luminosidad que nos hace perder visualmente y no saber dónde comienza y donde termina la silueta real de edificaciones que parecen ser pintadas como en el cuadro más realista; al tiempo que el paso de aves, patos y barcos sobre el agua va formando pequeñas olas que invitan a ver como con sus movimientos pareciera que bailan.
Peculiar es Gante, que, al unísono de varias urbes europeas, promueve por medio de la mixtura de su arquitectura, la dubitación de saber si uno está descubriendo una ciudad o un pueblo. Atravesar el centro histórico y sus típicas torres imponentes (torre Belfort van Gent, catedral Sint-Baafskathedraal e Iglesia de San Nicolas), que juntas conforman un tridente impostergable con una visual singular y posible desde el puente Sint-Michielsbrug, estimula la imaginación y colabora a hacernos sentir por un rato en la edad media. Simultáneamente, nos lleva a transitar por medio de Warregaren Straat, donde el estrecho pasillo repleto de grafittis realizados por artistas urbanos que expresan su sentir y su modo de ver el presente, nos vuelve a encasillar en la actualidad a medida que vamos avanzando.
Inmiscuirse y sentirse parte de un lugar de manera veloz es algo que permite Gante, su extensión, la proporción y asimetrías urbanas, con calles formando sin querer, un sendero que la transforman en un museo a cielo abierto, y permiten contemplar una variedad de retratos vivientes y momentos que la retina captura para siempre.
Este atractivo turístico belga es un parvo pero intenso paraje inserto en un enorme continente que no pasa desapercibido, un sitio que puede habituar como conclave para quienes tengan la oportunidad y ganas de sumergirse, dejarse llevar por panorámicas, garbeos y momentos únicos que sin dudas Gante puede regalar y que este repaso intenta mostrar al solo desnudar aisladamente una parte de su total beldad.